Comenzamos esta iniciativa en la calle Ruiseñor, donde Juan Ramón Jiménez situó el siguiente relato:
EL JARDINERO SEVILLANOEn Sevilla, Triana, y en un bello huerto sobre el Guadalquivir, calle del Ruiseñor, además (y parece demasiado, pero estas coincidencias son el pueblo auténtico). Desde el patio se veía ponerse el sol contra la Catedral y la Giralda, términos rosafuego entre el verde oscuro. El hortelano jardinero, hombrote fino, vendía plantas y flores que cuidaba en su mirador con esmero esquisito. Quería a cada planta y cada flor como si fuesen mujeres o niños delicados, y aquello era una familia de hojas y flores. Y ¡le costaba tanto venderlas, dejarlas ir, deshacerse de ellas! Este conflicto espiritual (los tenía a diario) fue por una maceta de hortensias.
Vinieron a comprársela, y él, después de pensarlo y dudarlo mucho, quedó comprometido en el trato. La vendía, pero a condición, impuesta por él, de vijilarla. Y se llevaron la hortensia. Durante unos días el jardinero estuvo yendo a verla a la casa de sus nuevos dueños. Le quitaba lo seco, la regaba, le ponía o le sacaba una poquita de tierra, le arreglaba las cañas. Antes de irse estaba un rato dando instrucciones para su cuido: “Que debe regarse así o no asá; que el sol no tiene que darle sino de este modo; que mucho cuidado, señora, con el relente; que lo de más acá, más allá”.
Los dueños se iban ya cansando de sus visitas. (“Bueno, bueno, no sea usted pesado. Hasta el mes que viene, etcétera”), y ya el jardinero iba menos, es decir, iba lo mismo, pero no entraba. Pasaba por la calle y veía la hortensia por la cancela. O entraba rápidamente, pasando su vergüenza, con un pretesto: “Aquí traigo esta jeringuilla que me he encontrado, para que la rieguen ustedes mejor”, o “que se me había olvidado este alambrito”, o lo otro. Y con estas disculpas se acercaba a “su” hortensia.
En fin, un día llegó nuevo y decidido: “Si ustedes no quieren que yo venga a cuidarla, me dicen ustedes lo que les doy por ella, porque yo me la llevo a mi casa ahora mismo”. Y cojió entre sus brazos el macetón añil con la hortensia rosa y, como si hubiese sido una muchacha, se la llevó. (“El trabajo gustoso”, 1936).